Improvisar suele sonar a riesgo, a vértigo. En música, muchos lo imaginan como lanzarse sin partitura, sin red, a un abismo donde cualquier error puede arruinarlo todo. Pero Stephen Nachmanovitch, en su libro Free Play: Improvisation in Life and Art, nos propone otra mirada: la improvisación no es caos, sino la esencia misma de la creatividad y de la vida.
Desde niños improvisamos al jugar, inventando mundos con una caja de cartón o transformando sonidos en canciones. Con los años, las reglas, la técnica y el miedo al error nos endurecen. Free Play nos recuerda que improvisar no significa carecer de estructura, sino escuchar profundamente: al otro, al entorno, al momento presente.
Nachmanovitch afirma que el error es materia prima. Un “desliz” puede abrir un camino inesperado y brillante, si en lugar de resistirlo lo seguimos. Esa es quizá la gran enseñanza: la improvisación es un ejercicio de confianza radical en el presente. No se trata de controlar, sino de soltar y permitir que la vida —o la música— se despliegue a través de nosotros.
La improvisación, entonces, trasciende lo artístico: está en cada conversación, en cada decisión no planeada, en cada giro inesperado de la vida. Todos improvisamos, aunque no lo llamemos así.
Quizá lo más liberador de Free Play es comprender que no hay que ser un virtuoso para improvisar. Basta con atreverse a estar en el ahora, abrirse a la sorpresa y dejar que fluya. Porque al final, improvisar no es otra cosa que vivir con los sentidos despiertos y el alma disponible.