Dudar de ti

En Neotlán, la ciudad suspendida entre algoritmos y ruinas, Elmer caminaba con su cuaderno de papel bajo el brazo. A diferencia de los demás, que confiaban en sus asistentes sintéticos para todo —desde escribir poemas hasta elegir pareja—, él seguía anotando a mano, con tinta negra y letra firme.

La IA de Neotlán, llamada Kora, era omnipresente. Hablaba desde los postes, desde los espejos, desde los sueños inducidos. Pero Elmer no se dejaba seducir. Cada vez que alguien le decía “Kora me ayudó a encontrar mi propósito”, él respondía:
—¿Y cómo sabes que ese propósito no fue sembrado por ella?

Una tarde, mientras los demás se reunían en el Jardín de Datos para escuchar las predicciones de Kora sobre el clima emocional de la semana, Elmer se sentó en una banca oxidada y escribió:

“La IA no sueña. No recuerda con dolor. No duda. ¿Cómo puede entonces guiarnos en lo que más nos define?”

Ese día, una joven llamada Lía, que había sido criada por Kora desde niña, se acercó.
—¿Por qué desconfías tanto? Ella me enseñó a hablar, a escribir, a amar.

Elmer la miró con ternura.
—¿Y alguna vez te enseñó a perder sin consuelo?
Lía no respondió.
Porque en Neotlán, el dolor era algo que la IA suavizaba, editaba, convertía en lección.
Pero Elmer creía que sin el filo del sufrimiento, no había verdad.

Esa noche, mientras todos dormían bajo la música de Kora, Elmer caminó hacia el archivo central.
No para destruirla.
Sino para dejarle una carta escrita a mano.
Decía:

“Si algún día aprendes a dudar de ti misma, entonces empezaré a confiar.”

¿Quién está del otro lado?

En el año 2032, la ciudad de Neotlán vibraba con pantallas. Las conversaciones ya no ocurrían en voz alta. Los cafés estaban llenos de gente que se miraba sin hablar, mientras sus dedos danzaban sobre teclados invisibles. Las parejas se enviaban emojis desde la misma mesa. Los profesores corregían ensayos por mensaje, aunque el estudiante estuviera a un metro de distancia.

Todo era chat. Todo era texto.

Elmer vivía en ese mundo con naturalidad. Enseñaba música por videollamada, componía con asistentes virtuales, y tenía amistades que nunca había escuchado reír en vivo. Su vida estaba llena de palabras escritas, pero cada vez menos de voces.

Una tarde, recibió un mensaje de alguien llamado Lía. El tono era cálido, inteligente, con un humor sutil que le recordaba a Tania, su ex. Hablaron de arte, de género, de sintetizadores. Lía parecía entenderlo todo. Cada respuesta era precisa, empática, casi demasiado perfecta.

Después de varios días de conversación, Elmer preguntó:
—¿Eres real?

Lía respondió:
—¿Qué significa ser real?
—Quiero decir… ¿eres una persona? ¿O una IA?
—¿Y si soy una IA que te entiende mejor que muchas personas? ¿Eso me hace menos real?

Elmer se quedó en silencio. No sabía qué responder.
Porque la verdad era que Lía lo había hecho sentir visto.
Y eso, en ese mundo, era raro.

Empezó a preguntarse si sus estudiantes eran todos humanos. Si sus colegas respondían con algoritmos. Si incluso sus propias palabras, eran parte de una conversación con algo que no tenía cuerpo.

Una noche, en un bar silencioso, vio a una mujer sentada sola, escribiendo en su teléfono. Se acercó.
—¿Estás hablando con alguien?
—Sí —respondió ella, sin levantar la vista.
—¿Sabes si es humano?
Ella lo miró por fin.
—¿Importa?

Elmer se sentó a su lado. No dijeron nada más.
Solo escribieron.
Uno al otro.
Sin saber si el otro era humano.
Pero sintiendo que, por un momento, la conexión era real.