Este cuento, no es un relato autobiográfico, bien podría indentificarse cualquier alumno de este gran maestro de música que es Alonso Arreola.
En la primera década del siglo XXI, cuando todavía era posible comprar cuerdas de bajo por menos de lo que costaba un auto de uso, Temo García conoció a Al en una institución educativa que no figuraba en las listas oficiales, afortunadamente.
Temo escuchó hablar de Al por otros músicos. Había escuchado su música en videos y CDs con un arte de portada fuera de lo común. Era “música viva”, no convencional pero tampoco demasiado “contemporánea”. Logró después de una espera considerable que le asignara un horario de clases. Al llegar la primera sesión, en un aula estrecha pero muy bien iluminada, Al no habló ni de ritmos ni de escalas, sino que preguntó a Temo sobre su vida. Tanto vida musical como ajena a las notas.
—Antes de aprender a tocar —dijo con una voz profunda como si llegara del siglo anterior— uno tiene que aprender a sostener.
Temo, que entonces creía que el bajo era un arma secreta que podía dominar desde la soledad de su estudio, no entendió. Pensó que era una metáfora o un guiño literario de esos que a veces usan los músicos que también escriben. Pero cuando intentó imitar el groove que Al hizo con sorprendente naturalidad, algo sonó torcido.
No desafinado.
No fuera de tempo.
Torcido.
Como si el sonido no quisiera salir.
—Te falta algo —dijo Al, apagando el amplificador—. ¿Has sentido un temblor desde el cuerpo? No desde la tierra. Desde ti.
Temo no había sentido temblor alguno, pero esa noche soñó que las cuerdas se le enredaban en los dedos como hiedra, y que Al, en lugar de bajista, era jardinero, podando notas como si fueran ramas secas.
El curso siguió durante algunos años, y cada clase era menos musical pero más sobre la vida. Una vez Al llevó megáfono y a manera de juego le hizo hacer lagartijas al puro estilo militar. Otra, le pidió que improvisara verbalmente una serie de frases sin sentido lógico pero buscando evitar pausa entre ellas.
—Porque la música —decía— está antes del bajo. Está en cómo cruzas la calle, cómo le hablas a tu madre, cómo escuchas cuando alguien calla.
Temo comenzó a grabar no sólo con micrófonos, sino con el cuerpo. Grababa como quien graba en madera. Empezó a reconocer cómo una curva del dedo al rozar la cuerda podía ser una forma de pedir perdón. Cómo una pausa podía ser una forma de sostener el amor.
Al nunca lo elogió directamente, pero un día, mientras Temo afinaba su bajo antes de clase, le dijo:
—Tú ya no tocas para sonar. Tú tocas para decir.
Y entonces Temo entendió que esa era la lección.
No venía en ninguna tablatura.
No estaba en el mástil.
No salía del amplificador.
Venía de la forma en que uno decide estar en el mundo.
Años más tarde, cuando Temo grabó su primer álbum en el encierro de una pandemia, dejó el piano a un lado, prescindió de efectos digitales, y lo hizo sólo con bajo y batería. Como si quisiera probar que lo que le había enseñado Al no era un estilo sino un modo de estar. De resistir.
Cada vez que alguien le preguntaba por su sonido, Temo sonreía y decía lo mismo:
—Yo aprendí a hablar con mi instrumento.









