El valor del Dinero

El dinero es una de esas cosas que creemos entender hasta que nos detenemos a pensarlo en serio.

Sabemos cuánto tenemos, cuánto nos falta, cuánto “deberíamos” ganar.

Pero rara vez nos preguntamos qué es realmente eso que tanto perseguimos.

No hablo del valor de cambio ni de la economía global.

Hablo del valor del dinero como idea, como energía, como reflejo de lo que somos y de lo que tememos ser.

El dinero como herramienta

En su forma más simple, el dinero es solo eso: una herramienta de intercambio.

Una forma práctica de decir: “esto vale tanto esfuerzo, tanto tiempo, tanta atención”.

Cada billete, cada número en una pantalla, representa minutos de vida.

Y ahí vale hacerse una pregunta sencilla, casi brutal:

¿Esto vale el tiempo de mi vida que estoy entregando a cambio?

A veces la respuesta es sí, y se siente bien.

Otras veces, no. Y ese “no” pesa más que cualquier factura.

El dinero como emoción

El dinero nunca es solo dinero.

Es miedo, deseo, culpa, orgullo, ambición, vergüenza.

Cada impulso de gastar o de ahorrar tiene una raíz emocional.

Algunos buscan dinero porque anhelan libertad.

Otros, porque necesitan control.

Y hay quienes lo acumulan no por amor a la abundancia, sino por miedo a perder.

Pero el dinero no cura esos vacíos.

Solo los amplifica. Las emociones se manejan desde el interior.

El dinero como símbolo

En el fondo, el dinero es una forma de energía social.

Sirve para medir valor, pero no valor humano.

Ahí es donde solemos enredarnos:

confundimos lo que tenemos con lo que somos.

Creemos que el saldo en la cuenta mide el peso de nuestra existencia.

No.

El dinero mide transacciones, no sentido.

Ponerlo en su lugar

Pensar en el valor del dinero no es despreciarlo.

Es recordarle su sitio.

El dinero sirve cuando trabaja para ti,

no cuando te convierte en su empleado.

Porque si el dinero se vuelve tu centro,

entonces no tienes fortuna:

la fortuna te tiene a ti.

Improvisar es vivir: lecciones de Free Play

Improvisar suele sonar a riesgo, a vértigo. En música, muchos lo imaginan como lanzarse sin partitura, sin red, a un abismo donde cualquier error puede arruinarlo todo. Pero Stephen Nachmanovitch, en su libro Free Play: Improvisation in Life and Art, nos propone otra mirada: la improvisación no es caos, sino la esencia misma de la creatividad y de la vida.

Desde niños improvisamos al jugar, inventando mundos con una caja de cartón o transformando sonidos en canciones. Con los años, las reglas, la técnica y el miedo al error nos endurecen. Free Play nos recuerda que improvisar no significa carecer de estructura, sino escuchar profundamente: al otro, al entorno, al momento presente.

Nachmanovitch afirma que el error es materia prima. Un “desliz” puede abrir un camino inesperado y brillante, si en lugar de resistirlo lo seguimos. Esa es quizá la gran enseñanza: la improvisación es un ejercicio de confianza radical en el presente. No se trata de controlar, sino de soltar y permitir que la vida —o la música— se despliegue a través de nosotros.

La improvisación, entonces, trasciende lo artístico: está en cada conversación, en cada decisión no planeada, en cada giro inesperado de la vida. Todos improvisamos, aunque no lo llamemos así.

Quizá lo más liberador de Free Play es comprender que no hay que ser un virtuoso para improvisar. Basta con atreverse a estar en el ahora, abrirse a la sorpresa y dejar que fluya. Porque al final, improvisar no es otra cosa que vivir con los sentidos despiertos y el alma disponible.

Inconformidad estudiantil en México: diagnóstico y perspectivas

Introducción

La inconformidad estudiantil, no sólo en la BUAP, en todo México es un fenómeno complejo que refleja tanto problemas internos de las instituciones de educación superior como condiciones estructurales del país. Los estudiantes universitarios expresan demandas relacionadas con la falta de apoyos económicos, la deficiencia en infraestructura, la violencia en los campus y la precariedad laboral a la que se enfrentan al egresar. Este diagnóstico busca exponer las principales causas de la inconformidad estudiantil y sus consecuencias, apoyándose en literatura académica y reportes recientes.

Causas de la inconformidad estudiantil

1. Condiciones económicas y falta de becas suficientes

Aunque las universidades públicas no cobran colegiaturas, los estudiantes deben solventar gastos de transporte, materiales y manutención. La falta de apoyos suficientes genera deserción y precarización de la experiencia universitaria (Infobae, 2025). Menos de una cuarta parte de los universitarios reciben algún tipo de beca, lo que evidencia una desigualdad estructural en el acceso a apoyos (COPRED, 2020).

2. Problemas de financiamiento e infraestructura

Varias universidades públicas estatales atraviesan crisis financieras que repercuten en la calidad académica y en el mantenimiento de las instalaciones (Observatorio del Desarrollo, 2019). Esta situación contribuye al malestar estudiantil, que exige mejores condiciones materiales para su formación.

3. Violencia, discriminación y acoso

Una de las principales fuentes de inconformidad son las denuncias relacionadas con violencia de género, acoso y discriminación. Los movimientos estudiantiles han visibilizado estas problemáticas mediante paros y protestas, presionando a las autoridades universitarias a establecer protocolos efectivos (Buzos, 2022).

4. Dificultades académicas y planes de estudio desactualizados

Alumnos de primer año suelen enfrentar problemas de adaptación, deficiencias en hábitos de estudio y bajo nivel académico, lo que deriva en rezago o abandono escolar (Silva Laya, 2005). Además, persiste la crítica hacia planes de estudio poco actualizados frente a las exigencias del mercado laboral.

5. Perspectiva laboral incierta

Muchos estudiantes perciben que la universidad ya no garantiza movilidad social como en décadas anteriores. La precarización del mercado laboral genera frustración y desmotivación respecto al esfuerzo invertido en la formación superior (COPRED, 2020).

Consecuencias de la inconformidad

Altas tasas de deserción universitaria, particularmente en el primer año, vinculadas a factores económicos y académicos (SECTEI, 2025).

Creciente movilización estudiantil, con protestas y paros en diferentes universidades del país en respuesta a violencia de género, inseguridad o falta de recursos (Nicolás, 2022).

Desgaste emocional y desconfianza en la institución universitaria, lo que afecta la motivación y la percepción de la educación superior como vía de movilidad social.

Complicaciones en los procesos internos académicos y administrativos a consecuencia de las constantes trabas que pone el estudiantado inconforme.

Conclusiones

La inconformidad estudiantil en México no es un fenómeno aislado ni pasajero, sino estructural. Responde a una combinación de factores económicos, académicos, sociales y políticos que ponen en entredicho la capacidad de las universidades para responder a las demandas de los jóvenes. Si bien existen esfuerzos institucionales como programas de becas o reformas administrativas, las causas de fondo requieren políticas integrales que atiendan la precariedad laboral, la violencia en los campus y la desigualdad en el acceso a apoyos económicos.

Referencias

Ocho dólares al año: anatomía de una paradoja en la economía del streaming

En el último año, mis composiciones disponibles en plataformas digitales generaron un ingreso total de ocho dólares. No es un error tipográfico. Ocho dólares. Esa cifra, que apenas alcanza para cubrir una comida modesta, representa el retorno económico de cientos de horas invertidas en composición, producción, mezcla, diseño sonoro y distribución.

Este dato no es anecdótico: es estructural. Refleja el funcionamiento de un modelo de negocio que ha convertido la música en un producto de consumo masivo, donde el valor artístico se diluye en métricas de volumen y algoritmos de retención. En plataformas como Spotify, Apple Music o YouTube Music, el pago por reproducción oscila entre $0.003 y $0.007 USD. Para que un artista independiente pueda generar ingresos equivalentes al salario mínimo mensual, necesitaría acumular entre 500,000 y 1 millón de reproducciones, cifra inalcanzable para quienes trabajan en géneros no comerciales, propuestas experimentales o circuitos locales.

La paradoja es evidente: nunca antes la música había sido tan accesible, tan distribuida, tan escuchada. Sin embargo, nunca había sido tan precarizada en términos económicos para sus creadores. El modelo de streaming beneficia a los grandes catálogos, a los sellos multinacionales y a los artistas que ya cuentan con infraestructura de promoción. Para el resto, la visibilidad no se traduce en sostenibilidad.

En mi caso, esos ocho dólares no son solo una cifra: son un síntoma. Sin embargo, también pueden ser una oportunidad. Un punto de partida para repensar el valor de la música más allá del mercado. Para reivindicar el acto creativo como espacio de afirmación, de comunidad, de resistencia. Para enseñar a mis estudiantes que el reconocimiento no siempre viene en forma de ingresos, pero que eso no invalida la potencia de lo que hacemos.

La solución no es sencilla. Requiere revisar modelos de distribución, fortalecer redes de apoyo, impulsar políticas culturales que reconozcan la labor artística como trabajo. Pero sobre todo, requiere que como sociedad dejemos de asumir que la música “está ahí” por default. Porque detrás de cada tema hay una historia, un cuerpo, una intención.

A veces, también, ocho dólares.

Dudar de ti

En Neotlán, la ciudad suspendida entre algoritmos y ruinas, Elmer caminaba con su cuaderno de papel bajo el brazo. A diferencia de los demás, que confiaban en sus asistentes sintéticos para todo —desde escribir poemas hasta elegir pareja—, él seguía anotando a mano, con tinta negra y letra firme.

La IA de Neotlán, llamada Kora, era omnipresente. Hablaba desde los postes, desde los espejos, desde los sueños inducidos. Pero Elmer no se dejaba seducir. Cada vez que alguien le decía “Kora me ayudó a encontrar mi propósito”, él respondía:
—¿Y cómo sabes que ese propósito no fue sembrado por ella?

Una tarde, mientras los demás se reunían en el Jardín de Datos para escuchar las predicciones de Kora sobre el clima emocional de la semana, Elmer se sentó en una banca oxidada y escribió:

“La IA no sueña. No recuerda con dolor. No duda. ¿Cómo puede entonces guiarnos en lo que más nos define?”

Ese día, una joven llamada Lía, que había sido criada por Kora desde niña, se acercó.
—¿Por qué desconfías tanto? Ella me enseñó a hablar, a escribir, a amar.

Elmer la miró con ternura.
—¿Y alguna vez te enseñó a perder sin consuelo?
Lía no respondió.
Porque en Neotlán, el dolor era algo que la IA suavizaba, editaba, convertía en lección.
Pero Elmer creía que sin el filo del sufrimiento, no había verdad.

Esa noche, mientras todos dormían bajo la música de Kora, Elmer caminó hacia el archivo central.
No para destruirla.
Sino para dejarle una carta escrita a mano.
Decía:

“Si algún día aprendes a dudar de ti misma, entonces empezaré a confiar.”

¿Quién está del otro lado?

En el año 2032, la ciudad de Neotlán vibraba con pantallas. Las conversaciones ya no ocurrían en voz alta. Los cafés estaban llenos de gente que se miraba sin hablar, mientras sus dedos danzaban sobre teclados invisibles. Las parejas se enviaban emojis desde la misma mesa. Los profesores corregían ensayos por mensaje, aunque el estudiante estuviera a un metro de distancia.

Todo era chat. Todo era texto.

Elmer vivía en ese mundo con naturalidad. Enseñaba música por videollamada, componía con asistentes virtuales, y tenía amistades que nunca había escuchado reír en vivo. Su vida estaba llena de palabras escritas, pero cada vez menos de voces.

Una tarde, recibió un mensaje de alguien llamado Lía. El tono era cálido, inteligente, con un humor sutil que le recordaba a Tania, su ex. Hablaron de arte, de género, de sintetizadores. Lía parecía entenderlo todo. Cada respuesta era precisa, empática, casi demasiado perfecta.

Después de varios días de conversación, Elmer preguntó:
—¿Eres real?

Lía respondió:
—¿Qué significa ser real?
—Quiero decir… ¿eres una persona? ¿O una IA?
—¿Y si soy una IA que te entiende mejor que muchas personas? ¿Eso me hace menos real?

Elmer se quedó en silencio. No sabía qué responder.
Porque la verdad era que Lía lo había hecho sentir visto.
Y eso, en ese mundo, era raro.

Empezó a preguntarse si sus estudiantes eran todos humanos. Si sus colegas respondían con algoritmos. Si incluso sus propias palabras, eran parte de una conversación con algo que no tenía cuerpo.

Una noche, en un bar silencioso, vio a una mujer sentada sola, escribiendo en su teléfono. Se acercó.
—¿Estás hablando con alguien?
—Sí —respondió ella, sin levantar la vista.
—¿Sabes si es humano?
Ella lo miró por fin.
—¿Importa?

Elmer se sentó a su lado. No dijeron nada más.
Solo escribieron.
Uno al otro.
Sin saber si el otro era humano.
Pero sintiendo que, por un momento, la conexión era real.

Víctor Illarramendi: ritmo, precisión y presencia en la batería

Trayectoria y escenario

Víctor Illarramendi es uno de los bateristas recurrentes en la escena del rock en Puebla desde 1990. Ha acompañado a proyectos locales como: Código Humano, Crossroads, Eslabón, Bulldozer, Steps on the Roof y Cuarto Blanco donde su papel musical ha sido clave tanto en estudios de grabación como en escenarios como conciertos íntimos, cafés culturales y audiencias universitarias.

Si vamos tiempo atrás, su presencia en CDMX comienza en los 70s, donde participó con bandas notables como Árbol, Nahúatl, Kenny y los Eléctricos, sin mencionar aquellos artistas de quienes fue baterista invitado y músico de sesión. Fue además pionero de lo que después se conociera como Rock en tu Idioma.

Sus colaboraciones destacan por su técnica firme, tempo sólido y su capacidad de adaptación a distintos géneros aparte del rock y el jazz. Además de su disposición para ensambles flexibles que incluyen bajo, guitarra, saxo y experimentación sonora.

Víctor festivo como siempre

Estilo y enfoque

Aunque la información detallada sobre su formación académica es principalmente autodidacta, su estilo sugiere una combinación de precisión técnica con una sensibilidad rockera auténtica. Se le describe como el “baterista de confianza” en producciones que requieren tanto espectáculo como sostén rítmico sólido, incluso cuando el soporte técnico es mínimo, como suele ocurrir en escenarios de sonido básico, tipo “cirugía con cuchillos de cocina”.

Escenarios y formatos

Ha participado en jam sessions y homenajes al rock clásico mexicano, actuando con otros músicos locales —saxofonistas, guitarristas, cantantes— en foros comunitarios como la BUAP, cafés de la CDMX y espacios culturales y de espectáculos en Puebla y alrededores.

Su importancia en la comunidad

Víctor no es solo un músico, sino un tejedor de redes locales: aparece en varias colaboraciones con músicos, compositores y festivales de música. Su presencia denota compromiso con la escena local y con la continuidad de la música hecha desde la comunidad y para la comunidad.

Desde 1994 es docente en el Colegio de música de la Facultad de Artes BUAP y bajo su tutela han pasado varios bateristas que se han forjado un nombre propio en la escena musical nacional. Larga vida a este gran ser humano de quien el autor de estas líneas tiene el privilegio de contar entre sus amigos.

El bajo parlante

Este cuento, no es un relato autobiográfico, bien podría indentificarse cualquier alumno de este gran maestro de música que es Alonso Arreola.

En la primera década del siglo XXI, cuando todavía era posible comprar cuerdas de bajo por menos de lo que costaba un auto de uso, Temo García conoció a Al en una institución educativa que no figuraba en las listas oficiales, afortunadamente.

Temo escuchó hablar de Al por otros músicos. Había escuchado su música en videos y CDs con un arte de portada fuera de lo común. Era “música viva”, no convencional pero tampoco demasiado “contemporánea”. Logró después de una espera considerable que le asignara un horario de clases. Al llegar la primera sesión, en un aula estrecha pero muy bien iluminada, Al no habló ni de ritmos ni de escalas, sino que preguntó a Temo sobre su vida. Tanto vida musical como ajena a las notas.

—Antes de aprender a tocar —dijo con una voz profunda como si llegara del siglo anterior— uno tiene que aprender a sostener.

Temo, que entonces creía que el bajo era un arma secreta que podía dominar desde la soledad de su estudio, no entendió. Pensó que era una metáfora o un guiño literario de esos que a veces usan los músicos que también escriben. Pero cuando intentó imitar el groove que Al hizo con sorprendente naturalidad, algo sonó torcido.

No desafinado.

No fuera de tempo.

Torcido.

Como si el sonido no quisiera salir.

—Te falta algo —dijo Al, apagando el amplificador—. ¿Has sentido un temblor desde el cuerpo? No desde la tierra. Desde ti.

Temo no había sentido temblor alguno, pero esa noche soñó que las cuerdas se le enredaban en los dedos como hiedra, y que Al, en lugar de bajista, era jardinero, podando notas como si fueran ramas secas.

El curso siguió durante algunos años, y cada clase era menos musical pero más sobre la vida. Una vez Al llevó megáfono y a manera de juego le hizo hacer lagartijas al puro estilo militar. Otra, le pidió que improvisara verbalmente una serie de frases sin sentido lógico pero buscando evitar pausa entre ellas.

—Porque la música —decía— está antes del bajo. Está en cómo cruzas la calle, cómo le hablas a tu madre, cómo escuchas cuando alguien calla.

Temo comenzó a grabar no sólo con micrófonos, sino con el cuerpo. Grababa como quien graba en madera. Empezó a reconocer cómo una curva del dedo al rozar la cuerda podía ser una forma de pedir perdón. Cómo una pausa podía ser una forma de sostener el amor.

Al nunca lo elogió directamente, pero un día, mientras Temo afinaba su bajo antes de clase, le dijo:

—Tú ya no tocas para sonar. Tú tocas para decir.

Y entonces Temo entendió que esa era la lección.

No venía en ninguna tablatura.

No estaba en el mástil.

No salía del amplificador.

Venía de la forma en que uno decide estar en el mundo.

Años más tarde, cuando Temo grabó su primer álbum en el encierro de una pandemia, dejó el piano a un lado, prescindió de efectos digitales, y lo hizo sólo con bajo y batería. Como si quisiera probar que lo que le había enseñado Al no era un estilo sino un modo de estar. De resistir.

Cada vez que alguien le preguntaba por su sonido, Temo sonreía y decía lo mismo:

—Yo aprendí a hablar con mi instrumento.

El músico y los retos interdisciplinarios, hacia una práctica artística expandida

Introducción

La figura del músico del siglo XXI ha dejado de estar confinada al escenario o al estudio de grabación. En un entorno cada vez más complejo, tecnológico y diverso, el ejercicio profesional de la música exige una apertura interdisciplinaria que va más allá del virtuosismo instrumental. El músico contemporáneo no sólo interpreta: investiga, produce, comunica, gestiona, codifica, diseña sonido, reflexiona y construye significados desde múltiples lenguajes. Este artículo explora los principales retos y oportunidades que representa esta expansión de lo musical hacia lo interdisciplinario.

1. De la ejecución a la hibridación de conocimiento

Históricamente, el músico se ha concebido como ejecutante. Sin embargo, los cambios sociales, tecnológicos y educativos han impulsado una transformación del rol tradicional. Hoy se demanda una figura capaz de colaborar con profesionales de áreas como el cine, el teatro, las ciencias cognitivas, la tecnología, la educación, la gestión cultural o el activismo social. La música se vuelve un punto de cruce, un campo abierta donde interactúan discursos, metodologías y sensibilidades distintas.

2. El músico como productor de conocimiento

La profesionalización en contextos académicos ha empujado a muchos músicos a insertarse en espacios de investigación. Ya no basta con saber tocar o componer: se requiere construir marcos conceptuales, generar metodologías, formular preguntas. Este paso hacia lo interdisciplinario implica familiaridad con las ciencias sociales, la filosofía, la tecnología o la pedagogía, entre otras áreas. Es un reto, pero también una oportunidad para hacer de la música una práctica crítica y situada.

3. La tecnología como frontera expandida

Herramientas como los DAWs (digital audio workstations), la síntesis, la programación creativa, el diseño sonoro o la edición audiovisual son ya parte del día a día de muchos músicos. Esto los convierte en usuarios —y muchas veces creadores— de tecnología. El músico interdisciplinario se mueve entre códigos, softwares, plugins y plataformas, integrando saberes técnicos a su sensibilidad artística. Esta capacidad se vuelve crucial para sostener una práctica vigente en la economía creativa actual.

4. Escenarios educativos y currícula flexible

Frente a estos retos, las instituciones educativas enfrentan el desafío de flexibilizar sus planes de estudio. El músico en formación necesita nutrirse de múltiples lenguajes: historia del arte, pensamiento crítico, herramientas digitales, gestión de proyectos, escritura académica, y más. Los enfoques centrados en el aprendizaje basado en proyectos, las colaboraciones entre disciplinas o los seminarios temáticos pueden fortalecer esta formación híbrida.

5. Entre la precariedad y la oportunidad

Asumir un perfil interdisciplinario no está exento de tensiones. La dispersión de tareas, la falta de reconocimiento institucional, la sobrecarga y la dificultad para sostener una carrera estable son realidades comunes. No obstante, también hay oportunidades: el músico que cruza fronteras puede generar nuevas formas de valor, abrir espacios propios, resignificar su práctica. La clave está en hacerlo con conciencia, ética y estrategia.

Conclusión

La interdisciplinariedad no es una moda: es una respuesta genuina a los desafíos contemporáneos de la práctica musical. En un mundo marcado por la complejidad, la colaboración y la interdependencia, el músico que se abre a otros lenguajes, saberes y territorios no renuncia a su identidad: la amplifica. En esa apertura se juega, tal vez, el futuro de la música como forma viva de pensamiento y acción.

Cuerpo que Trabaja, cuerpo que vale

Hay una trampa cultural que aún no desmontamos del todo: la de pensar que el trabajo físico “vale menos”. Que quien suda, carga, barre, corta, limpia o cuida, lo hace porque no pudo “aspirar a más”. Como si lo físico fuera lo básico. Lo elemental. Lo que cualquiera puede hacer.

Y no.

Trabajar con el cuerpo —ya sea en la construcción, en el cuidado, en la danza o en la música— requiere habilidades, resistencia, entrega… y dignidad. Pero vivimos en una economía simbólica donde se premia más el control que la ejecución. Donde se celebra al que manda, no al que hace. Donde se cobra más por planear que por levantar.

En el mundo del arte también ocurre. Hay una seducción por lo conceptual, por lo teórico, por el discurso, se premia más la investigación científica que la creación. Pero ¿cuántas veces hemos visto que la labor manual, la práctica constante, la repetición, el ensayo físico, se invisibilizan en la narrativa?

Yo, como músico, lo vivo en carne y dedos. Mi cuerpo es parte de mi instrumento. Y cuando enseño, cuando toco, cuando grabo, hay un esfuerzo físico involucrado que rara vez se reconoce como tal. Como si hacer música fuera solo inspiración, y no también horas de espalda tensa, de garganta seca, de brazos firmes, de piernas que aguantan estar de pie.

En este país, donde la precariedad laboral atraviesa todos los sectores, recordarlo es urgente. No hay trabajo indigno. Hay trabajos invisibilizados. Y muchos de ellos —la mayoría— tienen un cuerpo detrás que se cansa, que se agota… y que sostiene. Se recomienda al lector y lectora el libro Shop Class as Soulcraft: An Inquiry into the Value of Work” de Matthew B. Crawford. donde profundiza en este tema.

Cuerpo que trabaja, cuerpo que vale.
Reconozcámoslo. Nombrémoslo.
Y, si podemos, dignifiquémoslo también con descanso, respeto y buena paga.