El dinero es una de esas cosas que creemos entender hasta que nos detenemos a pensarlo en serio.
Sabemos cuánto tenemos, cuánto nos falta, cuánto “deberíamos” ganar.
Pero rara vez nos preguntamos qué es realmente eso que tanto perseguimos.
No hablo del valor de cambio ni de la economía global.
Hablo del valor del dinero como idea, como energía, como reflejo de lo que somos y de lo que tememos ser.
El dinero como herramienta
En su forma más simple, el dinero es solo eso: una herramienta de intercambio.
Una forma práctica de decir: “esto vale tanto esfuerzo, tanto tiempo, tanta atención”.
Cada billete, cada número en una pantalla, representa minutos de vida.
Y ahí vale hacerse una pregunta sencilla, casi brutal:
¿Esto vale el tiempo de mi vida que estoy entregando a cambio?
A veces la respuesta es sí, y se siente bien.
Otras veces, no. Y ese “no” pesa más que cualquier factura.
El dinero como emoción
El dinero nunca es solo dinero.
Es miedo, deseo, culpa, orgullo, ambición, vergüenza.
Cada impulso de gastar o de ahorrar tiene una raíz emocional.
Algunos buscan dinero porque anhelan libertad.
Otros, porque necesitan control.
Y hay quienes lo acumulan no por amor a la abundancia, sino por miedo a perder.
Pero el dinero no cura esos vacíos.
Solo los amplifica. Las emociones se manejan desde el interior.
El dinero como símbolo
En el fondo, el dinero es una forma de energía social.
Sirve para medir valor, pero no valor humano.
Ahí es donde solemos enredarnos:
confundimos lo que tenemos con lo que somos.
Creemos que el saldo en la cuenta mide el peso de nuestra existencia.
No.
El dinero mide transacciones, no sentido.
Ponerlo en su lugar
Pensar en el valor del dinero no es despreciarlo.
Es recordarle su sitio.
El dinero sirve cuando trabaja para ti,
no cuando te convierte en su empleado.
Porque si el dinero se vuelve tu centro,
entonces no tienes fortuna:
la fortuna te tiene a ti.





